Historia del pequeño zorro y el rayo de sol


En un bosque grande y sombrío vivía un pequeño zorro, de nariz larga y largas orejas.




















Una mañana, cuando caminaba tímidamente, sin hacer ruido (ya que este zorro era un poco miedoso), vio entre los abetos lo que creía que era un rayo de sol. Intrigado, se acercó con precaución y se agazapó entre las altas hierbas, a escasos metros de él. Desde su escondite, quieto, seguía con la mirada cada una de las ligeras piruetas de ese rayo de sol y veía cómo a su contacto las flores, los árboles, la tierra, los insectos y las aves se revestían de un velo de innumerables estrellas pequeñas y brillantes. El gran bosque le parecía, de repente, lleno de alegría y de promesas. Sin embargo, súbitamente, el rayo de sol desapareció. Permaneció esperando largos minutos a que apareciera, hasta que, al fin, decidió partir a buscarlo.

















Caminaba lentamente, interrogando con la mirada cada rincón del bosque. Y de nuevo lo vio: perseguía una mariposa. El pequeño zorro intentó seguirle, pero en vano; se desplazaba demasiado rápido para sus patitas de zorro.






















Cansado por la carrera, paró al pie de una gran encina para poder tomar aliento: y allí estaba, justo a su lado, inmóvil y atento, observando un hormiguero. Cuando el pequeño zorro quiso acercarse, de nuevo el rayo de sol desapareció. Lo buscó por todas partes hasta que, desilusionado, levantó la cabeza. Estaba en la cima de un árbol, jugueteando con las jóvenes hojas hace muy poco surgidas.




















Llevado por la sed, el pequeño zorro se dirigió cabizbajo hacia el arroyo. Después de beber, se tendió sobre una gran piedra plana situada en medio del curso de agua y no tardó en sumergirse en un sueño profundo, de gallinas voladoras y luminosas.




















Estaba a punto de unirse a ellas con un batir de alas cuando un dulce calor le despertó. Deslumbrado, entornaba los ojos. El rayo de sol, cansado de haber vagado durante todo el día se había detenido él también a descansar junto la orilla del río. Inmóvil, el pequeño zorro se concentró en respirar lo más pausadamente posible para no espantarlo. Pero estaba tan a gusto picoteado por las puntas de las estrellitas, envuelto de suavidad y de luz y mecido por el arrullo del agua, que cerró los ojos y se durmió de nuevo.


















Cuando se despertó, la noche había caído y el rayo de sol no estaba. Sin embargo, en su pelo quedaron aferradas las pequeñas estrellas. El pequeño zorro las desprendió con sus dientes, una a una, delicadamente, hasta tenerlas juntas frente a él. Pensaba en el rayo de sol: ¿Dónde está? ¿Qué hace? ¿Y qué busca por todas partes de este modo? –se preguntaba el pequeño zorro. Y lo imaginaba haciendo nuevos hallazgos y nuevos encuentros, recorriendo otros bosques y otros cielos. Mientras así pensaba, las pequeñas estrellas, aburridas, empezaron a agitarse. El pequeño zorro, que temía verlas caer al agua, atrapó aquellas que intentaban escapar.




















Una brisa ligera le hizo estremecer y… estornudar violentamente, elevando todas las estrellas al cielo: se desparramaron alegremente en la noche, fijándose en el cielo aquí y allá e iluminando el gran bosque sobre la mirada maravillada del pequeño zorro.





















Desde entonces el gran bosque ya no es sombrío y el pequeño zorro camina por él, sin miedo, sonriendo a las estrellas.